LUIS ANTÓN DEL OLMET
Luis Antón de Olmet bien podría acreditar el dudoso título de encarnar el tipo más bizarro y uno de los más canallas del periodismo español de todos los tiempos, que también son horas recientes, porque el periodismo propiamente dicho es contemporáneo de la imprenta y de esa creación sentimental e ideológica que llamamos Actualidad, y desde su nacimiento el periodista se ha sentido tentado a contar el relato de aquel que paga su medio, bien como publicista comercial o como propagandista político.
Aristócrata, hijo de andaluza y de catalán, nacido en Bilbao en 1886, recriado en Madrid, Luis Antón decidió ser gallego, ¡así, por libre elección! desde que en 1906 obtuvo plaza de funcionario en la Delegación de Hacienda de La Coruña. Pero lo del funcionariado no congeniaba con su perfil hiperactivo y bravo. Así que pronto despreció su ocupación pública para dedicarse al periodismo y a la agitación política. Reaccionario y clerical, o anticlerical, según las exigencias políticas del momento; germanófilo o pro-aliado, de acuerdo con quien financiara su panfleto. Muy corpulento, achulado, duelista, maquiavélico, apasionado, mujeriego, beligerante, con fama de amoral, maestro de la infamia, murió asesinado por celos profesionales y amatorios de un disparo a quemarropa en el saloncillo del teatro Eslava madrileño.
Juan Manuel de Prada, en su monumental y escatológica novela Las máscaras del héroe (1996) lo caricaturiza, como a todos los bohemios y literatos de principios de nuestro siglo XX, como regente del periódico El parlamentario, que había conseguido cierta notoridad debido a "sus noveluchas", publicadas por El Cuento Semanal de Zamacois, y como importador de un género periodístico anglosajón, la crónica parlamentaria, que perfeccionarían Azorín y Wenceslao Fernández Flórez (genial autor de El bosque animado).
En la literatura de Olmet se adivinaba -según de Prada- a un hombre demasiado viril, presto siempre a enarbolar una lanza (la polla) en pro de viudas y huerfanitas, "con una prosa infame, como de campo de patatas" (se puede y se debe estar en desacuerdo en esto, y yo lo estoy). Es cierto que tenía fama de pendenciero y de duelista (había salido ileso más de veinte veces del campo del honor), lo cual atemorizaba a competidores y subordinados. Pagaba mal a sus gacetilleros e imponía en la redacción de El parlamentario una disciplina soviética.
Hay que recordar que en aquellos tiempos la prensa sobrevivía gracias a la venalidad (¿hoy no? ¿Tal vez, menos?), alquilándose al mejor postor, derramando incienso sobre políticos corruptos que la sufragaban. Y en aquel ambiente en el que había demasiados periódicos en Madrid para escasos lectores, Olmet elevaba su vozarrón de macho "repartiéndose los testículos entre las dos perneras del pantalón" (De Prada). Según este, Olmet puso los cuernos a Alfonso Vidal y Planas (1891-1965), escritor bohemio, ácrata, que obtuvo éxito con la adaptación teatral hecha por él mismo de su novela Santa Isabel de Ceres, que cuenta la historia de un pintor que ensaya redimir a una prostituta, el mismo Vidal y Planas sacó de una mancebía a la que sería su esposa, Elena Manzanares, a la que Olmet se benefició ("casi cien kilos de carne arrojados sobre su esqueleto frágil", el de Elena). Y por eso Planas le disparó y asesinó en el teatro Eslava el 2 de marzo de 1923...
Después de que Olmet se pavoneara de darle por culo a Elena, esposa de Planas y amenazase con quemarle el pellejo...
"Ocurrió como en los sueños, donde las balas se disparan convocadas por la arbitrariedad. Vidal se llevó la mano al bolso interior de su chaqueta y sacó una pistola de pequeño calibre, y presionó el cañón contra la axila ixquierda de su adversario. Sonó el disparo, cuando ya Antón del Olmet había abierto la tapadera del chubesqui y se disponía a meter allí la cabeza de Vidal, Brotó una llama como una lengua calcinada, mientras la bala cumplía su itinerario, traspasando a Olmet y saliendo por el vientre, exhausta ya, después de agujerearle los meandros de las tripas. La sangre brotaba a borbollones, epiléptica como las carcajadas que unos minutos antes había proferido aquel hombre. Luis Antón del Olmet tardó en derrumbarse, y aún le dio tiempo a farfullar: -- Me voy... a follar a esa puta..." (Las máscaras del héroe, I).
Elena pidió clemencia al juez para su marido, enumerando las sevicias que Olmet le había infligido en una pensión de la calle Peligros. Vidal fue condenado a doce años de prisión, de los que cumplió tres, acabaría siendo doctor en Metafísica por la Universidad de Indianápolis y catedrático de Literatura Española y Filosofía elemental en Tijuana.
A pesar de la caricatura cruel y barroca trazada por Juan Manuel de Prada, Luis Antón del Olmet, al que De Prada describe como "licenciado en bravuconería, extorsionador y prepotente", recordaremos que, asesinado con treinta y ocho, sus años de vida le dieron cancha suficiente para fundar varios periódicos y escribir miles de artículos, excelentes relatos y discutibles obras dramáticas políticamente comprometidas.
En 1912 publicó en Madrid un relato, La verdad en la ilusión, que anticipa la distopía famosa de Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932). Su protagonista, hijo del siglo XIX, cataléptico, despierta en la vitrina de un museo del siglo XXIV cuando los varones son todos calvos, desdentados y hablan un extraño español. Las mujeres, flacas, ágiles y feas, llevan el pelo corto y sólo se las puede reconocer porque siguen hablando pestes unas de otras. Todo el mundo viste túnicas grises y austeras. Todos estudian o trabajan (no hay tercera opción de rentista o subvención) y usan teléfonos inalámbricos (Olmet, ¡preclaro profeta!).
No existen ya ni la religión ni la familia ni la patria ni el dinero, y se conocen unos a otros por códigos digitales. Viajan a velocidades inverosímiles, de modo que ciudades, campos, mares y montañas se disuelven en confuso torbellino que pasa alrededor como una alucinación. Comer o defecar son cosas de un pasado primitivo de materialismo bestial. Para su conservación, los ultracivilizados del siglo XXIV tienen bastante con unas pildoritas de “quinta esencia, elemento químico, síntesis de nutrición” que va directamente a sangre y suprime la digestión, ¡ese proceso tan sucio y desagradable!, y así con esas pildoritas se sostiene la vida humana sin empachos, sin cólicos y sin hedores.
Con ello, el hombre del siglo XXIV ha suprimido la crueldad del matadero. Ya no hay que asesinar ni descuartizar todos los días a millones de animales y peces. El pasado que exigía tal holocausto se le antoja al hombre moderno un repugnante horror. Por innecesarios, se han suprimido de la anatomía humana el bazo, un pulmón y un riñón. Una cirugía avanzada corrige así los absurdos que ha impuesto durante siglos una naturaleza perezosa, lenta para la evolución y los refinamientos.
Ni el sentimiento ni la pasión existen ya en el mundo. El cariño se ha reducido a la fórmula social de la cooperación, a la austera disciplina del pacto. El afán reproductivo se ha entibiado tanto que es preciso halagar con premios importantes a las que pierden su tiempo, “el aureo tiempo que reclama el estudio”, procreando estúpidamente.
Los ultracivilizados contemplan todo desde un punto de vista “metafísico”. Como tampoco existe ya el dinero, nadie acude a la política para enriquecerse. También han desaparecido las “naciones”, esa abstracción egoísta sostenida y defendida por hombres de corazón mezquino. “Ya no hay más que humanidad”. Igual las distinciones raciales, también desaparecidas, pues no eran más que diferenciaciones basadas en la incomunicación, ya el tren –explica el guía ultracivilizado a nuestro protagonista del siglo XX- confundió a andaluces y gallegos, el avión a españoles y franceses, el superavión confundió a los europeos con los japoneses, y la superaeronave a los marroquíes con los patagones… En el siglo XXIV, casarse en Abisinia, pasar la luna de miel en el Indostán, tener un hijo en Extremadura y pasear todas las tardes a orillas del Danubio está al alcance de cualquiera.
El colmo y absurdo de esta reducción intelectualista de la vida humana lo ofrece un marciano que causa enorme expectación en el ultracivilizada Tierra del siglo XXIV. Ellos, los habitantes de Marte, han ido por delante de los terráqueos. Y ahora, por fin, se ha hecho posible la comunicación entre especies. Tras aguardar una larga cola lo vemos:
Los marcianos, una vez sometido su planeta, eliminada la pobreza, suprimidos los sexos, paliado el dolor, se reproducen sólo en laboratorio y ¡son inmortales!, ya que han descubierto la “célula vital” que les permite fabricar vida. No obstante, ante la pregunta capital de si son felices, la respuesta no puede ser más descorazonadora: los marcianos padecen la horrible dolencia del hastío. Se suicidan a millares por la tristeza de verlo todo y de verlo vacío, estéril, sin principio ni fin, esa contemplación les anonada y sufren por ello de una melancolía absoluta, propia de semidioses que se reconocen mezquinos.
Nuestro protagonista llora, ante esta sincera revelación del marciano, mientras el marciano ríe con su gran ojo inteligente, de una manera sarcástica, implacable, tratando el llanto del humano como podría comentar un gran filósofo pesimista los pobres afanes de un reptil.
El protagonista huye camino del museo prehistórico, prehistoria a la que él pertenece y de la que no se quiere ya apear, se sube a su vitrina y escribe al conserje:
Además de este premonitorio cuento, genial advertencia sobre la pérdida de la ilusión asociada a una razón meramente instrumental, ilusión que Ortega consideraba imprescindible tónico de la voluntad, el libro Historias de asesinos, tahúres, daifas, borrachos… (Jaén, 2012) incluye otros relatos de Luis Antón del Olmet, de una prosa original, salpicada de neologismos, de adjetivación sabrosa, rica, apasionada y romántica, digna de un escritor que sin duda merece mayor reconocimiento del que se sigue del retrato esperpéntico de De Prada. ¡Enhorabuena a GINGER APE BOOK&FILMS por recuperarlo en una bien cuidada edición con estudio introductorio a cargo de Rubén L. Conde!
En 1912 publicó en Madrid un relato, La verdad en la ilusión, que anticipa la distopía famosa de Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932). Su protagonista, hijo del siglo XIX, cataléptico, despierta en la vitrina de un museo del siglo XXIV cuando los varones son todos calvos, desdentados y hablan un extraño español. Las mujeres, flacas, ágiles y feas, llevan el pelo corto y sólo se las puede reconocer porque siguen hablando pestes unas de otras. Todo el mundo viste túnicas grises y austeras. Todos estudian o trabajan (no hay tercera opción de rentista o subvención) y usan teléfonos inalámbricos (Olmet, ¡preclaro profeta!).
No existen ya ni la religión ni la familia ni la patria ni el dinero, y se conocen unos a otros por códigos digitales. Viajan a velocidades inverosímiles, de modo que ciudades, campos, mares y montañas se disuelven en confuso torbellino que pasa alrededor como una alucinación. Comer o defecar son cosas de un pasado primitivo de materialismo bestial. Para su conservación, los ultracivilizados del siglo XXIV tienen bastante con unas pildoritas de “quinta esencia, elemento químico, síntesis de nutrición” que va directamente a sangre y suprime la digestión, ¡ese proceso tan sucio y desagradable!, y así con esas pildoritas se sostiene la vida humana sin empachos, sin cólicos y sin hedores.
Con ello, el hombre del siglo XXIV ha suprimido la crueldad del matadero. Ya no hay que asesinar ni descuartizar todos los días a millones de animales y peces. El pasado que exigía tal holocausto se le antoja al hombre moderno un repugnante horror. Por innecesarios, se han suprimido de la anatomía humana el bazo, un pulmón y un riñón. Una cirugía avanzada corrige así los absurdos que ha impuesto durante siglos una naturaleza perezosa, lenta para la evolución y los refinamientos.
Ni el sentimiento ni la pasión existen ya en el mundo. El cariño se ha reducido a la fórmula social de la cooperación, a la austera disciplina del pacto. El afán reproductivo se ha entibiado tanto que es preciso halagar con premios importantes a las que pierden su tiempo, “el aureo tiempo que reclama el estudio”, procreando estúpidamente.
Los ultracivilizados contemplan todo desde un punto de vista “metafísico”. Como tampoco existe ya el dinero, nadie acude a la política para enriquecerse. También han desaparecido las “naciones”, esa abstracción egoísta sostenida y defendida por hombres de corazón mezquino. “Ya no hay más que humanidad”. Igual las distinciones raciales, también desaparecidas, pues no eran más que diferenciaciones basadas en la incomunicación, ya el tren –explica el guía ultracivilizado a nuestro protagonista del siglo XX- confundió a andaluces y gallegos, el avión a españoles y franceses, el superavión confundió a los europeos con los japoneses, y la superaeronave a los marroquíes con los patagones… En el siglo XXIV, casarse en Abisinia, pasar la luna de miel en el Indostán, tener un hijo en Extremadura y pasear todas las tardes a orillas del Danubio está al alcance de cualquiera.
Al contrario que en el mundo irónicamente “feliz” de Aldous Huxley, el futuro concebido por Luis Antón del Olmet es completamente comunitario: “Las hembras son de todos, los objetos de todos, los vicios de todos”. Ya no hay hombres de genio, esos perturbadores y raros que se elevaban como cráteres altivos sobre la llanura de la mediocridad y la banalidad de la inmensa mayoría, pero también se acabaron las hordas analfabetas, ineducadas y frívolas. Es evidente que resulta más productivo el esfuerzo de mil habitantes laboriosos e inteligentes, sin pretensiones ni jactancias, que la impetuosidad efímera de un solo genio rodeado de tontos.
Nuestro protagonista de La verdad en la ilusión pasa del entusiasmo por este mundo futuro de hombres fríos absorbidos por la ciencia y la mecánica (tecno-ciencia, la llamaríamos hoy) a la decepción. Se trata de un mundo sin ilusiones, sin poesía, sin magia, sin teatro, sin ritos, ¡sin tauromaquia!, en el que las mujeres ya ni encantan ni bailan, sólo estudian. Excepcionalmente algunas se dejan embarazar, sacrificándose para que no desaparezca la especie: la inmensa mayoría trabaja, estudia, inventa, descubre…
Al escuchar todo eso, el protagonista se siente “cada vez más anarquista”:
Nuestro protagonista de La verdad en la ilusión pasa del entusiasmo por este mundo futuro de hombres fríos absorbidos por la ciencia y la mecánica (tecno-ciencia, la llamaríamos hoy) a la decepción. Se trata de un mundo sin ilusiones, sin poesía, sin magia, sin teatro, sin ritos, ¡sin tauromaquia!, en el que las mujeres ya ni encantan ni bailan, sólo estudian. Excepcionalmente algunas se dejan embarazar, sacrificándose para que no desaparezca la especie: la inmensa mayoría trabaja, estudia, inventa, descubre…
Al escuchar todo eso, el protagonista se siente “cada vez más anarquista”:
“De buena gana hubiera dado un puntapié al tinglado ridículo de aquella civilización absurda, y hubiera plantado sobre las ruinas del intelecto una plebeya y fragante mata de claveles”.
Porque se trata de un futuro sin arte, carente de toda exaltación, en el que ya nada habla de fe, de poesía, de idealidad. El futuro de una humanidad seca, disecada, reducida a puro nervio, sin dioses, sin mitos ni encantos sentimentales; sin dolor, eso sí, pero también sin alegría, futuro en el que el hombre es una ridícula miniatura embebecida, retraída en una ciencia sin finalidad.
Marciano de Olmet dibujado con ayuda de GPT-4 |
El colmo y absurdo de esta reducción intelectualista de la vida humana lo ofrece un marciano que causa enorme expectación en el ultracivilizada Tierra del siglo XXIV. Ellos, los habitantes de Marte, han ido por delante de los terráqueos. Y ahora, por fin, se ha hecho posible la comunicación entre especies. Tras aguardar una larga cola lo vemos:
“Estaba desnudo, apoyado sobre la pared. Era pequeñito como un niño de seis años. Tenía la piel verduzca, y era flaco, tan sutil, tan espiritado, que a veces, al mirarlo fijamente, se desvanecía. Su forma recordaba la de una rana enorme. No tenía nariz. La boca era un agujerito redondo por donde casi no pasaría cómodamente una de mis píldoras nutridoras. Los dedos eran largos y flacos, enormes dedos que desarrolló el trabajo, un trabajo astuto, de inquisición. En medio de su cara horrible, repugnante, como la de un reptil que tuviera mucho talento, fulgía un ojo lleno de sabiduría, de inteligencia, un ojo atroz, que se reía de nosotros, que nos contemplaba como si fuéramos animales inferiores, un ojo aborrecible, aberradamente cerebral”.
Los marcianos, una vez sometido su planeta, eliminada la pobreza, suprimidos los sexos, paliado el dolor, se reproducen sólo en laboratorio y ¡son inmortales!, ya que han descubierto la “célula vital” que les permite fabricar vida. No obstante, ante la pregunta capital de si son felices, la respuesta no puede ser más descorazonadora: los marcianos padecen la horrible dolencia del hastío. Se suicidan a millares por la tristeza de verlo todo y de verlo vacío, estéril, sin principio ni fin, esa contemplación les anonada y sufren por ello de una melancolía absoluta, propia de semidioses que se reconocen mezquinos.
![]() |
Marciano de Olmet, diseñado con ayuda de Gemini (IA) |
Nuestro protagonista llora, ante esta sincera revelación del marciano, mientras el marciano ríe con su gran ojo inteligente, de una manera sarcástica, implacable, tratando el llanto del humano como podría comentar un gran filósofo pesimista los pobres afanes de un reptil.
El protagonista huye camino del museo prehistórico, prehistoria a la que él pertenece y de la que no se quiere ya apear, se sube a su vitrina y escribe al conserje:
“Que no se nos despierte. Queremos dormir. Tenemos derecho a dormir, a ignorarlo todo. Exigimos ser durante la eternidad, poetas…”.
Además de este premonitorio cuento, genial advertencia sobre la pérdida de la ilusión asociada a una razón meramente instrumental, ilusión que Ortega consideraba imprescindible tónico de la voluntad, el libro Historias de asesinos, tahúres, daifas, borrachos… (Jaén, 2012) incluye otros relatos de Luis Antón del Olmet, de una prosa original, salpicada de neologismos, de adjetivación sabrosa, rica, apasionada y romántica, digna de un escritor que sin duda merece mayor reconocimiento del que se sigue del retrato esperpéntico de De Prada. ¡Enhorabuena a GINGER APE BOOK&FILMS por recuperarlo en una bien cuidada edición con estudio introductorio a cargo de Rubén L. Conde!
Nota bene
Parte de este artículo se publicó primero en NuevoDiario como crítica literaria del libro de Luis Antón del Olmet Historia de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, editado por GINGER APE BOOK&FILMS.
Comentarios
Publicar un comentario