ALEJANDRO SAWA

Alejandro Sawa, príncipe de la Bohemia


El joven Pío Baroja conoció a Alejandro Sawa (1862-1909) en el Café de Fornos. No había leído nada suyo, pero el nombre del quijotesco andaluz que había intimado en París con Verlaine gozaba de aureola literaria y su airosa personalidad brillaba como un astro en los abrevaderos de la Inteligencia madrileña. Así que Baroja, con diez años menos, iba tras él y tímido no se atrevía a hablarle. Por fin lo abordó en Recoletos. Iba Sawa recitando versos en francés con su amigo Cornuty. Baroja pagó las copas del trío y Sawa ni corto ni perezoso le pidió tres pesetas ¡de la época! El vasco no las tenía, pero Sawa se las exigió con tal convicción y autoridad que Baroja, que vivía cerca, voló y se las llevó. El Rey de la Bohemia tomó el dinero y por todo agradecimiento le dijo: “¡Puede usted marcharse!”.

“Así trataba la escuela de Baudelaire y Verlaine a los pequeños burgueses”, escribe Baroja años después, en Juventud, egolatría (1917). Más tarde, Baroja publicará Vidas sombrías y cuando Sawa, paseando con sus melenas y su perro le vio, le estrechó la mano hasta hacerle daño y le dijo en tono patético: “Sé orgulloso. Has escrito Vidas sombrías”. Más tarde lo invitó a su casa, le pasó unos artículos y notas y le propuso una obra en colaboración. Baroja pensó que no había posible soldadura entre ambas escrituras porque Sawa era “un escritor elocuente” y él no. (Tan elocuente como el cordobés Matías Prats senior, pero eso fue antes de la decadencia total de la Retórica de nuestros comunicantes y totólogos).

Baroja aprovechó la pintoresca personalidad del escritor andaluz para crear un personaje en El árbol de la ciencia, cosa que no gustó a Sawa. No obstante, cuando se veían charlaban con gusto. Baroja acudió a su invitación cuando el poeta ya permanecía en cama y ciego. En sus Iluminaciones en la sombra (1910), obra póstuma, Sawa habla mal de Baroja, pero bien de Vidas sombrías. No le perdona que haya cambiado la zamarra del vascongado por la levita de los trepadores. Le llama aldeano de esqueleto torcido. “¡Pobre Alejandro!" –exclama Baroja en Juventud, egolatría- fue “un hombre sano, un mediterráneo elocuente, nacido para perorar en un país de sol, y se había empeñado en ser un producto podrido del norte”.

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El rey de la bohemia con su mujer Jeanne Poirier y su hija


EL MAGNÍFICO, REY DE LA BOHEMIA

Alejandro Sawa Martínez nació en Sevilla de padre griego (importador de vinos y ultramarinos) y madre bética. Adquirió cultura clásica en el Seminario de Málaga y estudió Derecho en Granada, aunque no sabemos si llegó a licenciarse. En 1881 lo tenemos en Madrid. Su primera novela La mujer de todo el mundo (1885) tuvo excelente acogida, sobre todo en círculos anarquistas por su feroz ataque a la aristocracia de sangre. Se integró en la redacción del periódico El Motín (1888) y en el grupo regeneracionista Gente Nueva con agresivos discípulos de Emilio Zola. Sus siguientes novelas fueron también antiburguesas y anticlericales, de un naturalismo radical.

Alejandro era el mayor de cinco hermanos, uno de ellos, Manuel, todavía más bohemio y aventurero que nuestro escritor, militó guerrillero en Filipinas, pirata en el Pacífico, negrero y sublevado con el general Villacampa. Podemos imaginar a Alejandro con la planta de un tenorio: gallardo, ojos de aventurina negra con escarcha brillosa, que miran más allá, a lo alto, a las maravillosas nubes del Ideal: Belleza, Nobleza, Bondad, ¡por ese orden esteticista!, asomándose casi siempre, como viviendo en Leyenda, a perspectivas de eternidad abismáticas y vertiginosas, con pupilas abrasadas por mirar a lo infinito y alas quemadas por acercarlas demasiado a la Luz.

Rubén Darío, al que tuteaba y al que sirvió como “negro literario”, lo describe “brillante, ilusorio, desorbitado”, “caballero airoso”, “de sonrisa semidulce y semiirónica”, “ceremonioso y escénico”, “dandy agriado por los vinagres empozoñados de la pobreza”. Carecía de cualquier sentido práctico “y percibía más obscuro lo obscuro del mundo”.

Orgulloso y gesticulante, Sawa huyó o fue desterrado a París por un delito de imprenta. Se contaba que quería conocer a Víctor Hugo, que este besó su frente y que Sawa ya no volvió a lavársela. Como suele suceder, cuánto más desmintió el rumor, más se extendía. Las malas lenguas dicen que en París y por guaperas comía el pan de higo. Tuvo hasta marquesas por queridas. El caso es que como Rubén y otros “jollamó y privó cantidá”, también absenta, éter, jachís y morfina, ¡como buen “poeta maldito”!

A los diez años regresó a Madrid con un retrato de Verlaine dedicado, para sentar cátedra de poeta simbolista y fue el primero que esparció los versos del francés por los cenáculos ilustrados de la capital. Le quedó un acento francés y un dengue aristocrático. Le llamaban el Magnífico y el Excelente, pero –como él mismo dejará luego escrito- “¡La gloria! Ventosidades de un dios jocoso y flatulento, que, mirando hacia nosotros, ríe desde su Olimpo” (Iluminaciones en la sombra, 1910).

Enseguida vinieron privaciones, la muerte de su padre (1905), la ceguera con atisbos de locura (1906). Tenía –o le quedó- una mujer legítima y santa, Juana, y una hija que alimentar. No escuchó la carrera de Ocasión en los buenos tiempos, ni hizo caso del Duende de la dicha y fue apuñalado por Realidad. No guardó para la vejez, no halagaba a mecenas ni adulaba politicastros, partidario de la “Aristarquía, gobierno de los cisnes”, y tuvo que trotar cuando ya la salud no se lo permitía. Sacaba a pasear su perro por los desmontes hasta que a ambos se les contaron las costillas. Malvivía sin queja en el Callejón de las Negras (no sé si decir que es nombre residencial apropiado) en un corredor de habitaciones numeradas, con Juana y Helena que le cuidaron hasta el final. La hija, a la que adoraba, le leía. Apuró la miseria honda de sus últimos años recibiendo a jóvenes literatos sin perder la compostura, dando si podía sablazos a cambio de apotegmas.

En la Presentación de Iluminaciones en la sombra (Nórdica, 2009), que se edita con el prólogo de la primera edición que Rubén Darío regaló a su viuda, Andrés Trapiello le redime de la triste leyenda de bohemio exótico, de “hiperbólico andaluz” caricaturizado por Valle-Inclán en Luces de Bohemia como el poeta Max Estrella. (¡También Sócrates fue ridiculizado por Aristófanes en su comedia Las Nubes! Y sin duda esa caricatura contó en la trágica conclusión del juicio del ateniense).

Tanto Azorín como Manuel Machado sintieron simpatía por el genio y personalidad de Sawa. Y según Trapiello sus Iluminaciones constituyen la mejor de sus obras, por la que se comprende que Rafael Cansinos Assens, incondicional de sus últimas noches, dijera que fue para los modernistas lo que Ganivet para la Generación del 98. Las Iluminaciones en la sombra constituyen el primer gran diario de intimidad literaria de la Literatura moderna española, junto con los primeros libros de Azorín. Una miscelánea de magnífica prosa poética que es “Biblia” de la Literatura Bohemia.

Precursor póstumo fue el Magnífico andaluz. El mismo Valle-Inclán escribió que “tuvo el final de un rey de tragedia. Loco, ciego, furioso”. Su furia fue más bien olímpico desdén por aquellos que buscaban gloria, dinero o posición, traicionando el Ideal y contra aquellos que por el éxito en este mundo renunciaban a la Excelencia. "Soy el dolor de un mal sueño" -dice Max Estrella, o el Sawa esperpentizado de Valle- recordando la definición del Anthropos que nos regaló Píndaro: el hombre como "sueño de una sombra". Personalmente prefiero invertir su definición "sombra de un sueño", mucho más poética que la platónica "bípedo implume". Por el velatorio de Sawa circuló toda la bohemia de Madrid. Concluiremos con Rubén Darío, su amigo y cómplice: “Bonne nuit, pauvre et cher Alexandre!”.

“En todas las encrucijadas del Misterio hay ángeles de misericordia, con el índice posado sobre los labios, en actitud de imponer silencio” (Iluminaciones, op. cit. pg.43).

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Postal autógrafa de Sawa (1902):
 "Partir no significa necesariamente llegar"



EL FIN DE LA BOHEMIA y EL ANARQUISMO SIN BOMBA

En el volumen primero de Las máscaras del héroe (1996), Juan Manuel de Prada recuenta con esperpento, crítica y gracia, el final de Sawa, que "hablaba en libro, y reservaba para la conversación la brillantez que se echaba de menos en sus obras" y hace del evento de su muerte y velatorio el fin de una época literaria:

"Ante el ataúd de Alejandro Sawa iba desfilando una procesión de poetastros, aquella riada de hombres sin otra riqueza que la de sus versos inéditos, sacerdotes de una religión extinta, soldados de un ejército erosionado por la barbarie de una época que ya no les pertenecía. Se habían subido todos al barco de la bohemia, pero el tiempo, la fatalidad o el mero azar los había castigado a navegar por océanos sin destinatario, con la bodega haciendo agua y las velas desgarradas. Ya no les quedaba otro remedio que morir de hambre o ahorcarse del palo mayor, para escarnio y alimento de tiburones. La bohemia, que había nacido por oposición a una sociedad filistea que ya no quería ejercer su mecenezgo sobre el escritor, iba a ser devorada o estrangulada por una joven generación, a medio camino entre el gamberrismo y las vanguardias, integrada por escritores a tiempo parcial que vendrían a sustituir ese ideal del escritor perpetuo hasta entonces vigente, escritores dotados de una ambición escasa, pero de un gran sentido práctico, que reducirían la literatura a pasatiempo, afición más o menos aplicada o mero diletantismo. El nuevo siglo iba a borrar de un plumazo al escritor heroico e inadaptado, y lo iba a sustituir por otro, disciplinado y funcionarial, que se encerraba en su despachito para escribir una frase por semana".

Se ha descrito a Sawa como un "literato proletario", por la mísera razón de que acabó en la miseria, más bien el literato proletario o mercenario vendría después de él, es el "negro" que escribe la biografía de un político o las memorias de una estrella del espectáculo, en la Bohemia pervive cierto aristocratismo meritocrático, idealista, romántico, del escritor como sacerdote de las musas, como médium y profeta insobornable, por encima de los intereses crematísticos y la codicia vulgar del mercachifle..., el bohemio es un señorito pobre, un "vagabundo aristócrata" (de Prada) no de otro modo se puede entender el culto y devoción al carisma de Verlaine o de Víctor Hugo. El escritor bohemio se pensaba a sí mismo élite, alma del pueblo, vox populi vox Dei. En Las máscaras del héroe, Valle-Inclán, aun fascinado por el lumpen literario, rehúye la bohemia por dignidad y dandysmo, no por ser tan trabajador como Baroja, "galeote de la pluma", que según Juan Manuel de Prada preconizaba en sus novelas "un anarquismo de saldo, para palurdos y enfermos de epilepsia, mezclando topicazos de Kropotkin, Gorki y Nietzsche". Este Baroja llega a la tertulia de Colombine (Carmen de Burgos) "disfrazado de pobre", considerado ya "el novelista más cazurro y vigoroso de nuesro siglo".

Baroja, Valle-Inclán y Azorín, todos "ácratas de mentirijillas": "anarquismo pusilánime de Azorín", "anarquismo estético de Valle-Inclán", "bronco y sedentario el de Baroja"... En fin, mejor, anarquismo sin bombas, una especie de personalismo individualista que entronca, sin decirlo, con el personalismo idealista de Campoamor y, hasta, si arañamos, con el erasmismo más o menos cervantino, o con el humanismo libertario.


Más sobre la razón poética y Alejandro Sawa en NuevoDiario: https://nuevodiario.es/noticia/19024/cultura/razon-poetica-por-jose-biedma-lopez.html

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
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